1/26/2021 0 Comments La cuesta de las escuelasCada tarde de verano, hace ya muchos veranos, subíamos la cuesta de las escuelas,
saltábamos su portón y nos reuníamos unos cuantos amigos para echar una pachanga al futbito en el campo de cemento. Un campo sin bandas, pues estaba encajonado entre un muro y el edificio de las clases, así que, la bola rebotaba contra las paredes. Cuando pegabas un pelotazo tenías que saltar nuevamente el portón o una reja, dependiendo de la portería, y correr monte abajo para recuperar el balón. Era el lugar de encuentro donde nos juntábamos amigos y amigas, de diferentes edades, los forasteros que veníamos de fuera del pueblo y los que vivían en él. Allí hablábamos de nuestras cosas de adolescentes. Allí nos inquietaban nuestras cosas de adolescentes. Allí surgía el amor adolescente. Allí empezamos a fumar y a beber furtivamente. Allí la vida era más sencilla y los problemas poco frecuentes. Allí soñábamos, reíamos, llorábamos, pero la vida no pasaba deprisa, o eso creíamos. Fueron tardes mágicas. No teníamos responsabilidades. No teníamos horarios. No teníamos internet. No teníamos prisa por volver. Era una libertad tan placentera, que la exprimíamos a sabiendas de que no duraría para siempre, al menos, físicamente. Fueron tardes irrepetibles. Aunque cada tarde era similar a la anterior, cada una era diferente, propia. Tardes que nos ayudaron a crecer, a pensar, a cuestionarnos las cosas. Tardes nihilistas, existencialistas, de rebeldía, de imaginarnos un futuro brillante al que enfrentarnos sin miedo. Tardes en las que nos contábamos historias e inventábamos juegos. Tardes que se fueron perdiendo con el pasar de los años, con la evolución de cada una de nuestras vidas, con ese hacernos "mayores" y dejar de tener tanto tiempo, o de invertir ese tiempo en otros quehaceres, o de creer que eso que hacíamos o no hacíamos, allí arriba, era una pérdida de tiempo. A veces, cuando paso por la cuesta de las escuelas, me paro un segundo, miro hacia arriba, y rescato del fondo de la memoria, de un cajón con más de quince años, aquellos momentos de lo que en su día no sabíamos que era la felicidad, aunque lo intuíamos.
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