16 de marzo de 2020
Hace menos de un mes que he dejado un trabajo indefinido. El único trabajo indefinido que he tenido en mi vida. Y casualmente, hacía justo un año que había conseguido ese contrato. Se supone que es a lo que tenemos que aspirar en esta sociedad moderna y pragmática, a tener un sueldo fijo a final de mes que nos de una estabilidad y podamos seguir formando parte del sistema. Después ya estás en condiciones de hipotecarte y en la edad para formar una familia. Yo lo había conseguido después de muchos años con trabajos temporales, después de haber sido autónomo, después de haber estado en paro, después de sacarme un master, hacer unas prácticas, cubrir una baja de un año y después de pasar una entrevista por la que accedí a ese puesto, siendo año y medio falso autónomo, hasta que por fin llegó el día y firme ese contrato tan codiciado por nuestro modelo actual. Ya era una persona honorable y respetada. Ya tenía cuenta nómina. Ya era un hombre de bien. Se podría decir que estaba haciendo las cosas como se deben hacer, siguiendo los pasos adecuados y los patrones establecidos. Pero había algo dentro de mí que me producía ansiedad. Al principio creía que era la rutina, que eran los nervios de poder estar a la altura y no fracasar. Me había costado mucho llegar ahí y no podía fallar ahora. Me esforzaba sobremanera. Mi dedicación era total. Tan total que desatendía otros aspectos de mi vida: mi relación, mis amistades, mis aficiones. Mi antiguo yo, esa persona despreocupada, hedonista, soñadora, bohemia, con tintes existencialistas y nihilistas, se veía conquistada por un profundo sentido de la responsabilidad, lo racional y lo pragmático. La metamorfosis pasó de un extremo al otro, sin un punto medio, sin un equilibrio moderado, sin un poquito de caos y otro poquito de orden, con la dureza de una dictadura. Ya estaba bien de hacer el zángano. Ya estaba bien de perseguir los sueños. Y así me mantuve firme, estoico, con gran fuerza de voluntad, convencido de que ese era el camino. Motivándome, intentando ser feliz en ese trabajo que me gustaba pese a que las condiciones y la filosofía del lugar diferían de mi forma de querer llevarlo a cabo. Intenté compaginar el trabajo, con otros trabajos, para conseguir más dinero, para ahorrar, para abrirme más puertas. Me veía con fuerzas y no era capaz de decir que no. Trabajo extra que salía, trabajo que aceptaba. Y mientras tanto, en mis ratos libres, trabajaba en lo que realmente me gustaba. Todo el día me lo pasaba trabajando. Sin desconectar. Si me iba de vacaciones, siempre tenía en mente cosas que tenía que hacer a la vuelta, y si podía, sacaba el móvil y las hacía en un momento. Si estaba con la familia o amigos, dosificaba los tiempos y estaba preocupado por compensar en otro momento ese tiempo invertido. Si estaba una tarde tirado en el sofá viendo una película, siempre asomaba la atmosfera de la culpabilidad. Poco a poco la ansiedad fue aumentando y yo, que siempre he presumido de dormir a pierna suelta, empecé a dormir intranquilo. Me movía constantemente, me daban espasmos, me despertaba en mitad de la noche. Con la reducción de las horas de sueño, llegaba el cansancio, físico, pero sobre todo mental. Pero yo aguantaba, todo eso merecería la pena, todo ese esfuerzo tendría que ser recompensado. Aprendí a convivir con las taquicardias, con el miedo a perderlo todo, con la inseguridad de no hacer bien mi trabajo, con el complejo de inferioridad, con la culpa, con la vergüenza de que al final descubrieran que era un farsante, que todo era una máscara, que estaba actuando, que yo no era así. Te pillamos, confiesa, ya no puedes seguir mintiendo. La presión aumentaba cuando la gente de mi círculo cercano iba subiendo los peldaños de la escalera social que nos enseñan desde pequeñitos: bodas, embarazos, comprarse una casa, ascensos laborales, coche, vacaciones, más hijos, Ikea, Decathlon, El corte inglés, guarderías, colegios, turnos, organización, calendarios, más hijos, seguros, mascotas, médicos. Mi alma cada vez estaba más intranquila y algo dentro de mí me frenaba, me bloqueaba, me preguntaba constantemente si de verdad quería todo esto, yo me respondía que sí. Ni de coña iba a tirarlo todo por la borda. Pero las cosas no dependen de uno solo y todas esas inseguridades fueron minando poco a poco mi relación, fueron deteriorando mis amistades y me fui aislando cada vez mas en mi mismo, me fui distanciando de la realidad, aferrado a ese sueño y a ese mundo que me había empeñado en construir. Mi castillo de naipes se estaba derrumbando y yo no me estaba dando cuenta. Pero mi cuerpo sí. Pero ahí están las señales, las casualidades. Se te ponen delante de las narices y muchas veces ni las ves, pero cuando te das cuenta de ellas, entonces se te abre una preciosa oportunidad. Un cúmulo de circunstancias me llevaron a estar todo enero realmente deprimido y sin ganas de hacer nada. Y en el momento más jodido, una llamada, una decisión. Dejarlo todo por estar donde realmente quieres estar, con quien quieres estar y sin miedo a empezar de cero. Toda la ansiedad se ha ido. Mi cuerpo se encuentra sano. Mi alma tiene ganas de hacer cosas, de vivir. Y ni una pandemia mundial que de repente te trastoca el pequeño plan de acción que has establecido, esto no era un salto completo al vacío, me ha hecho arrepentirme de la decisión que he tomado. Esta cuarentena me está brindando un tiempo maravilloso para meditar, escribir, ser consciente del presente y aceptarme como soy. El tiempo y las circunstancias probablemente me intenten devolver el estrés y la angustia por no ser como quiere el sistema que sea, pero de momento estoy saboreando esta victoria con un placer inconmensurable.
0 Comments
Leave a Reply. |
TextosEn este espacio iré subiendo diferentes textos, reflexiones, inquietudes, relatos que llevo dentro y quiero compartir. Pasen y lean. Archives
June 2023
Categories |