CURRÍCULUM VITAE

El otro día, en una conversación con mi pareja sobre un nuevo trabajito que empiezo en breve, le estuve enumerando los diferentes trabajos que he tenido en mi vida: diversos, extraños y efímeros; como el pirata cojo de Sabina o Forrest Gump, mi experiencia en el maravilloso mundo laboral ha sido ardua, divertida, loca y gratificante. Los iba a enumerar y hacer un breve comentario de cada uno, pero me he puesto a escribir y se ha abierto la caja de Pandora. Así que, he decidido plasmarlos en una serie de capítulos. Supongo que al lector, si es que lo hubiera, le traerá a su memoria sus propias experiencias laborales, si es así, le animo a escarbar en esos recuerdos y bucear en las profundas y suculentas aguas de la vida laboral, que nos va construyendo como personas y como gente de bien. El trabajo dignifica, pero no siempre. Aquí pues, sin más preámbulos, os comparto mi primera historia.

CAPÍTULO I : CAMARERO

Mi primer trabajo lo tuve con dieciocho años. Llamaron a mi hermano de una ETT para trabajar de camarero en el Hotel Palace, pero no podía, así que, le dije que iba yo que me venía bien el dinerito para poder llevar una vida extra universitaria como se merecía. Además, era mi primer trabajo y ya tocaba ver qué sentía uno al ser responsable. Me saqué el curso con gente toda más mayor que yo, pero buena gente, y así, sin más, un pipiolo como yo se puso a servir a la clase alta de la sociedad sus opulentos platos y sus sabrosos vinos. Iba pronto para cenar allí y, como tenía clases por las tardes, mis turnos eran de noche y fines de semana, mejor, porque pagaban bastante más (teniendo en cuenta que la ETT se quedaba la mitad de mi sueldito). Las noches que había sobrado platos de alguna cena (que no sobras) nos los ofrecían, y yo, más feliz que un regaliz, ahí, comiendo la comida de los ricos (lo mejor era cuando había langosta). Era un curro fácil pero muy, muy estresante y exigente (que si ese tenedor está un milímetro más a la derecha, ese vaso tiene una marquita, que si no tontees con las clientas…), no se permitía el más mínimo fallo, y yo, os recuerdo que tenía dieciocho añitos y lo compaginaba con las clases y la farra, pues tenía bastantes “cagaditas”, pero por lo general eran idioteces; una vez vi que un viejo tenía el pan metido en la copa de vino y me apresuré a quitarle la copa y me gritó que qué hacía, yo sin entender nada le dije que se le había caído el pan en el vino y me dijo que lo había metido él, porque le gustaba; otras veces, según protocolo, había que empezar sirviendo a las mujeres y de mayor a menor, y claro, entre arrugas y botox, era jodido de cojones. Aun así aguanté uno o dos meses, ya no lo recuerdo, hasta que un día, cargando una mesa redonda para unas veinte personas, o igual más, puede que para ciento cincuenta o mil (se transportaba haciéndola rodar), mientras pasaba por un pasillo que daba a una sala donde se estaba organizando una comida, la mesa se venció y me caí con ella de bruces al suelo, turbostión. El impacto originó un estrepitoso ruido y toda la gente de la sala se asustó. Solo unos pocos seres humanos se acercaron para preguntar qué tal estaba y me ayudaron a levantarme. Yo les pedí perdón por mi torpeza y ellos fueron condescendientes y no le dieron mayor importancia, hasta que llegó el jefe, un calvorota hijoputa (en aquella época tenía esperanzas de no quedarme calvo, pero ahora el calvorota soy yo) que me empezó a gritar y echarme la bronca por haberme caído; el muy (añadir el calificativo despectivo favorito de cada lector) me humilló delante de toda esa pobre gente rica que no se merecía ese espectáculo, pero que seguro les sirvió para tener un tema de conversación fresco y divertido después. Yo no le respondí, solo le pedí perdón irónicamente por haberme caído, reventarme las rodillas y estropear tan bonita velada a los asistentes. Levanté la mesa como pude (me dolía todo el cuerpo) y me fuí con la mesa rodando e intentando que no se me volviera a caer, me sentía como el Hombre de Vitruvio, con cuatro brazos y cuatro piernas. En ese momento pensé que no iba a aguantar ahí por muy bien que me pagaran. Lo siento, pero nunca he soportado que me griten. Chao pescao, me las piro vampiro, hasta luego Lucas; me las piraría al acabar mi turno, que era una cena de boda. El convite fue bastante divertido, me hice amigo de una anciana muy simpática que no paraba de beber vino y fumaba como una carretera (tenía un precioso zippo de oro). Acabé sirviendo copas en la barra libre y la novia me sacó a bailar. Yo sentía los ojos rojos, feroces y brillantes de mi jefe en la lejanía cual chacal entre las sombras, pero ya me daba todo igual, así que, me casqué un par de cubatas y me puse a servir copas y bailar. Menuda fiesta. La gente se fue yendo y nos pusimos a recoger. En la mesa me encontré el zippo de oro y estuve tentado de echarlo al bolsillo, pero siempre he sido bastante honrado y corrí a buscar a la anciana para devolvérselo. Acabó la jornada y un par de compañeros nos fuimos a tomar la última en un bar de al lado, me despedí de ellos y les dije que lo dejaba, que era demasiado duro. Se burlaron de mi debilidad y brindamos.

Cuando días después me llamaron para volver a trabajar, les dije que quería centrarme en los estudios, que gracias por todo y que ojalá pudiera volver algún día al hotel, pero como cliente.

Meses después volví a trabajar en otro restaurante de camarero, pero definitivamente, no era un trabajo para mí. Años más tarde fui camarero de barra en un concierto, pero acabé demasiado borracho para entrar en detalles.
Todo mi respeto a los camareros, para mi, uno de los trabajos más duros que hay, y no todo el mundo vale para ejercer como es debido.