CAPÍTULO VII: CURA

En Agosto de dos mil once, después de haber estado dos meses trabajando en la piscina pública de Francos Rodríguez y de haberles dado la patada por segunda vez, me fuí de voluntario a Honduras. Ese año, después de no aprobar el examen para entrar en la Academia de cine de Cuba, me replanteé muchas cosas de mi vida. Siempre había tenido en mente hacer algún tipo de voluntariado y en el piso de encima de mis padres había una residencia de Claretianos, así que, una tarde, subí las escaleras y les timbré preguntando si sabían dónde podía hacer un voluntariado. Me hablaron de la Fundación PROCLADE y llamé para pedir información. Me comentaron que para poder hacer el voluntariado en Honduras se tenían que hacer antes tres fines de semana de preparación y ya me había perdido uno, pero les insistí y accedieron a que fuera a los dos siguientes. Los retiros se hacían en una casita en la sierra de Madrid. Allí me reuní con el resto de compañeros que irían en este viaje y con los organizadores del mismo. En los retiros nos formaron para los trabajos que desempeñaríamos en los diferentes sitios de Honduras. También hacíamos dinámicas de grupo para conocernos y rezábamos.

Mi relación con la religión y la fe también ha tenido un curioso recorrido marcado por los diferentes curas y monjas que han influído para que no me alejara por completo de Dios y encontrara sentido a la fe. Antes de ir a la Universidad fuí a tres colegios. El primero fue el San José, en Marqués de Viana, lo llevaban unas monjitas muy simpáticas, aunque tampoco tengo recuerdos nítidos, ya que solo estuve hasta los ocho años (sí que me acuerdo que una monja era guapísima y pensaba que por qué no tendría pareja, en fin, cosas de críos), la fe en esos días fue adquirida sin más, sin cuestionarse nada, aprender a rezar y repetir las letanías; no recuerdo mucho, pero cuando ya desde pequeño te inculcan una religión, de mayor es muy difícil separarse de ella. El segundo colegio, donde pasé la mayor parte de los años, fue los Salesianos de Estrecho, comandado por los típicos curas de cualquier colegio de curas. En él, la fe seguía siendo la misma, a base de repetición y rutina. Nada nuevo hasta que don Aurelio llegó a nuestras vidas. Era un cura diferente, carismático y quien consiguió que me replanteara mi fe, o que pensara en ella más bien, y todo sin darme cuenta. Era cercano y nos trataba como a adultos. Formó un club (no me acuerdo del nombre, algo relacionado con el fuego, la llama… Hace muchos años ya) al que íbamos cuatro o cinco alumnos a primera hora de la mañana, antes de que empezaran las clases. Entrábamos en la capilla, rezábamos (algo más espiritual y meditativo que lo formal de una misa) y después íbamos a su despacho a escuchar algún disco de música y charlabamos del día a día. Desde entonces llevo en la cartera un pequeño colgante del rostro de Jesucristo que nos regaló. No debía gustar mucho su estilo en el colegio porque lo mandaron fuera. Nos envió una carta de despedida a todos los alumnos que fue muy emotiva y bonita. Después no hubo nadie a la altura que nos hiciera ver que la fe no era aburrida, sino algo interno y personal, no estudiarse la vida de Jesús, Don Bosco y toda la madre que los parió (con perdón) que poco interesaba. Con el paso de los años me fui alejando poco a poco de la fe, según crecía dejó de interesarme y cuando con quince años a mi abuela, que era con quien iba a misa los domingos por la tarde, le dió un ictus, dejé de ir a misa. La muerte de mi abuelo Amado un mes antes y la de mi tío Carlos años antes, ya me habían hecho distanciarme poco a poco (no me reconfortaba la mierda que nos contaban de que estaban en el cielo y esas cosas). La religión era una asignatura más y las misas, los rollos a los que te obligaban a ir en el cole. Al llegar a bachillerato me cambié a otro colegio, el Padre Piquer, de jesuítas. El primer día, como siempre en mi vida, no me enteré muy bien, y en vez de elegir ética, elegí catecumenado sin saber qué cojones era, porque en vez de ser dos horas, era una (pero durante dos añazos). Después me enteré que era la preparación para hacer la confirmación, fuck, pensé, y esto durante dos años una hora todos los miércoles a las cuatro de la tarde, bien Alvarito, muy en tu línea. Pero resultó que me encantó ir. Me llevaba genial con los compañeros y se formó un grupito muy agradable. Los catequistas eran del estilo de Aurelio; recuerdo con especial cariño a Justo. Charlabamos, escuchábamos música y hacíamos dinámicas muy entretenidas. Me gustó tanto que hasta me apunté a unas convivencias que hicieron en un colegio un fin de semana. Y eso que a esas edades ya comenzaba a salir de fiesta por la noche, beber y tener otras inquietudes. Mis amigos del barrio se reían y me vacilaban, pero por suerte, siempre me ha importado bien poco lo que piensen de mí. Siempre me ha interesado la espiritualidad, y como todo en esta vida, si se enseña y se practica bien, mucho mejor. Al acabar bachillerato y el catecumenado, me llamaron para que me confirmara, pero no lo hice, no sentía que tuviera que hacerlo. Insistieron, si ya has hecho lo más difícil, ahora solo hay que celebrarlo y valga la redundancia, confirmarlo en una ceremonia, me dijeron; no gracias, ha estado muy bien pero no me quiero confirmar, no lo necesito.

Comencé la carrera y me volví a alejar de la fe, hasta que me apunté al voluntariado y en esos fines de semana coincidí con unos curas de los que molan, de los que beben vino y hablan sin tapujos de las cosas que habría que cambiar de la religión y de los de los “tabúes” de la sociedad, y de los que hacen cosas eficientes para hacer un mundo mejor. Entre ellos estaba Javier y el resto de personas de la organización.

Llegamos a Honduras y entre los trabajos que teníamos que desempeñar se encontraban los siguientes: locutores de una radio local en la que tratamos diferentes temas; visitar una cárcel y hablar con los presos; dar clases en un colegio a niños y por las tardes a mayores; acompañar a las profesoras en una guardería; dar charlas sobre concienciación social y ecológica; visitar aldeas y escuchar a los aldeanos entre alguna que otra más que seguro que olvido.

No eran trabajos complicados, pero requerían cierta sensibilidad y empatía. El trabajo de la fundación allí era increíble y duro; esta era la religión que a mí me gustaba, la que hacía cosas por los demás, la que se bajaba al barro y se manchaba, la que, literalmente, se jugaba la vida en barrios peligrosos, a la que le importaban las personas, los seres humanos. La visita a la cárcel fue dura. Yo nunca había entrado en ninguna y para ser la primera, telita. Nos sentamos en unas sillas de manera circular entre los presos y allí les escuchamos y hablamos del respeto a la mujer, de la no violencia y de unos temas que, aunque nos dijeran que eran ciertos, dudo que los llegaran a interiorizar. Muchos hablaban de su arrepentimiento; otros nos contaron algunas cosas horribles que hicieron. Las clases eran más entretenidas; creo que fue la primera vez que entré en una clase de unos veinte niños y me puse a explicarles algo (sumas, restas, lengua, etc.), sin darme cuenta, ya se estaba germinando en mi interior la semilla de la enseñanza. En las guarderías lo pasábamos genial jugando con los niños. Lo que más disfruté fueron las visitas a las aldeas. Allí visitamos algunas casas, nos invitaban a café, platicábamos y rezábamos. Después, parte de la aldea (casi siempre mujeres) iban a una sala donde les dábamos charlas sobre ecología y demás temas sociales.

En una aldea en la montaña, a la que me llevaron junto a una compañera (solíamos ir por parejas), me quedé a dormir en casa de una pareja de ancianos entrañables. Fue una experiencia muy bonita cenar humildemente con ellos, en una casa sin luz. No te das cuenta de lo afortunado que eres hasta que te faltan cosas “básicas” y no echas en falta cosas que creemos que son imprescindibles. Fue una cura de humildad en toda regla, fue una experiencia única. A la mañana siguiente, el “alcalde”, por llamarlo de alguna manera, de esa pequeña aldea, me pidió que diera una misa. Yo le contesté que no era cura, que estaba de voluntario nada más. Pero él dijo que daba igual, que a la gente le haría mucha ilusión y le vendría bien, además me decía que yo tenía mucha labia y era muy inteligente. Yo no sabía cómo decirle que no, por más que le explicara que no era cura y que yo ni podía, ni sabía dar una misa. Pero él seguía insistiendo, así que acepté, siempre me ha costado decir que no, y como dije en otro capítulo “yo soy una persona de ir”, así que, pa´lante. Me llevó junto a mi compañera a una pequeña ermita y me dió un misal. Me dijo que solo tenía que leerlo y explicárselo a los asistentes. Me lo leí y pensé en qué decir. Empezó a llegar gente a la ermita, unas diez o quince personas más o menos. Como había una guitarra y sabía algunas canciones religiosas (de un par de veces que toqué en el coro del instituto y años y años cantándolas en el colegio) empecé la misa cantando (supongo que mal, nunca ha sido mi fuerte afinar). Hice un esfuerzo por recordar todas las misas a las que fui con mi abuela, pero al momento pensé que en verdad, esas misas eran un coñazo. Me acordé de Aurelio, de Justo, de Javier y empecé a improvisar. Cantamos más canciones. Tenían un cancionero y me dijeron las que se sabían, yo no las había oído nunca, pero las empecé a tocar de aquella manera. Después les leí parte del misal y les dije lo que había entendido. Me acuerdo que les conté algo que había leído por ahí, sobre la fe de un médico, no recuerdo muy bien la historia, pero hablaba de que igual que no vemos a Dios, un cirujano, cuando opera un cerebro no ve los pensamientos, pero ahí están, y en eso consiste la fe. Rezamos unas oraciones y hasta les di “el cuerpo de Cristo”. Yo pensaba que eso era un sacrilegio o algo, una ofensa a Dios, pero ahí estaba yo dando hostias y vino, metidisimo en el papel. La misa duraría como media hora y al terminar les dije “pues ya está, podéis ir en paz” como tantas veces había oído antes. Al acabar, mi compañera no podía parar de reír, aun no se creía que tuviera tanto morro para haber hecho la misa, pero yo me ví arrastrado por las circunstancias y no me arrepentí de ello.
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Cuando otro cura de Honduras, llamado Álvaro como yo también, se enteró, me dijo que me replanteara quedarme allí y hacerme cura. Lo decía medio en broma medio en verdad. Yo no tenía ninguna intención de hacerme cura, pero la experiencia de ir por las aldeas y de hablar con la gente, escucharlos y simplemente estar con ellos, era tentadora. Además aquello era un paraíso natural. Mi intención inicial en el viaje era grabar un pequeño documental, y así hice, pero cada uno de los pequeños trabajos que realicé, aunque fueran sencillos, humildes y no impactaran demasiado en el desarrollo y las vidas de las personas que allí vivían (no hacíamos casas, no éramos médicos, no hacíamos nada relativamente significante) me sirvió para comprender muchas cosas, para madurar, para crecer como persona y sobre todo me ayudó en un momento de muchas dudas en mi vida. En septiembre empezaría un master de guion en Salamanca, saldría de casa de mis padres, del huevito y de la zona de confort (aunque luego tuviera que volver un par de añitos más hasta que pude independizarme) y, el poder vivir esta experiencia me armó de valor, de confianza y de amor.
Todo mi respeto a los misioneros, trabajadores de ONGs y fundaciones y sobre todo a los curas, para mí, uno de los trabajos más duros que hay, y no todo el mundo vale para ejercer como es debido.