CAPÍTULO II: ÁRBITRO DE BALONCESTO

Año dos mil seis, creo, puede que dos mil siete, es indiferente, tanto como la indiferencia que sentía por la búsqueda de mi yo personal, de mi yo profesional, del camino que nos labramos en esta viña del Señor, del trabajar duro, forjarse un buen futuro y jubilarse a los cuarenta (me faltan cinco años para esa edad y estoy a años luz de jubilarme, si es que alguna vez lo puedo hacer), de salir de tu zona de confort, de luchar por tus sueños… Mi única motivación por aquel entonces era pasármelo bien, acabar la carrera y después ya veríamos, todavía faltaba mucho, todavía faltaba lo mejor, o lo peor, pero faltaba mucho de lo que fuera.

Otra vez, como casi siempre en mi vida, me ofrecieron hacer un curso de árbitro de baloncesto, una manera bonita de ganar un sueldo, además, yo había jugado varios años a este noble deporte en el colegio, no debería suponerme un gran esfuerzo. Quien dice jugado, dice animado a sus compañeros desde el banquillo, celebrando las victorias y metiendo gresca en las peleas. Era muy malo. Me esforzaba y le ponía ganas, pero jugaba de pívot contra gente más alta y coordinada que yo. Básicamente me sacaban para que hiciera faltas. Una vez incluso, llegué con resaca al partido y cuando salté a por un rebote, se me revolvió la tripa y tuve que salir del campo para vomitar. Nunca olvidaré el nombre del pueblo donde jugamos, digo el nombre, porque del pueblo en sí no me acuerdo. Cada vez que voy por la A1 y veo el cartel, me acuerdo de ese día, creo que perdimos, ¿O ganamos?, lo que es seguro es que no anoté ni un punto. Lo bonito de todo era el compañerismo y lo bien que lo pasábamos. Las escasas veces que anotaba, aunque fuéramos perdiendo de mucho, se celebraba como si hubiéramos ganado la liga.

Ese era mi nivel en cuanto a este deporte, se suponía que me sabía las reglas, pero como casi no jugaba, confundía los gestos de pasos con dobles, nunca se lo dije a nadie, era mi secreto, mi dislexia baloncestista. Tampoco veía los partidos por la tele. Al empezar la Universidad dejé los deportes (habló en plural porque también jugaba al tenis, ese no se me daba tan mal, estuve hasta federado, pero eso es otra vergonzosa historia que no viene a cuento) para centrarme en lo que se me daba realmente bien: los bares. Pasaron un par de años desde mi retirada deportiva cuando acepté absurdamente hacer el curso, why not? Pensé, dinerito fácil para mis vicios.
Y ahí me encontraba de nuevo formándome en algo que no iba a tener futuro. Nos enseñaron las normas, yo fingía que ya las sabía porque había jugado, incluso fardaba que un amigo (ahora cuñado) jugaba en el Real Madrid y salía de fiesta con ellos. Nos enseñaron las normas de conducta de los árbitros, los códigos éticos, la presión de la pelota, sus dimensiones, practicábamos el lanzamiento de moneda al aire, la fuerza con la que solábamos el silbato (similar a los controles de alcoholemia), hacíamos rondas de insultos para ver cuánto aguantábamos, a veces venían padres a insultarnos también, nos hacían correr para estar en forma, series de flexiones para ganar músculo; me sentía como un personaje de La chaqueta metálica de Kubrick; me libré de hacer la mili sí, pero sin darme cuenta me había metido en algo mucho peor.

Es obvio, aunque los lectores más avispados se habrán dado cuenta, que he exagerado sobremanera el curso, la verdad es que no recuerdo nada de él, pero quería hacerlo más interesante, pido perdón por mi osadía y entiendo si no quieren seguir leyendo, prometo que lo que escriba a continuación será incierto.
Una semana me suena que duró el curso. Lo único que recuerdo de él es una vaga sensación de ser un tostón. El caso es que me lo saqué, como todos los cursos a los que me he apuntado. Y unos días después me llamaron para arbitrar mi primer partido un sábado a las nueve de la mañana. Repito, un sábado a las nueve de la mañana.

Sábado del partido, ocho cincuenta de la mañana, salgo del metro junto a un amigo al que he engañado para que venga de juez de mesa, o árbitro de mesa, ¿oficial de mesa?. Corremos porque ya vamos tarde. No llevamos ropa deportiva y apestamos a alcohol y humo. No hemos dormido nada. Venimos directos de pasar una noche de fiesta por el centro de Madrid. La idea era irse pronto a dormir, descansar y estar frescos para el partido, pero la cosa se complicó como la mayoría de las veces que prometes que vas a volver pronto a casa. Llegamos al colegio, no me pregunten cual, pero tengo el recuerdo de que era algo pijo en un barrio de bien. Preguntamos por las canchas de baloncesto. ¿Quiénes son ustedes? pregunta de manera inquisidora y sospechosa el conserje. Señor, somos los árbitros del partido. ¿De cuál de todos?. Del que empieza en tres minutos. Sin llegar a creernos, nos acompaña hasta la cancha. En ella están los dos equipos ya entrenando. Bigardos de diecisiete años, más grandes y fuertes que nosotros, y con la autoestima por las nubes, nos empiezan a increpar junto a una horda de padres furiosos, que han puesto todas sus esperanzas en que sus hijos sean profesionales del baloncesto. Yo, sabiendo que los animales huelen el miedo, saco pecho y me armo de un valor propio solo de la gente que aún no se ha acostado: Venga, venga, nos calmamos un poquito eh, a ver si tengo que empezar a sancionar antes de que haya empezado el partido (en ese momento recordaba todo lo que no nos habían enseñado en el curso). No me dijiste que eran chavales casi de nuestra edad, me increpa por lo bajo mi amigo, mientras revisamos los papeles, ¿actas? donde tiene que ir apuntando las faltas, puntuación y ese tipo de cosas que se apuntan en los partidos de baloncesto. No lo sabía, pensaba que eran niños, me dijeron que eran niños joder, juniors, yo pensaba que los juniors eran niños. ¿Y solo tengo que apuntar lo que me vas diciendo no? me pregunta con dudas. Sí, si es de dos puntos, de uno, de tres, y el dorsal del que marca y el equipo que marca claro, y lo vas sumando. Y luego las faltas y el dorsal, y cuando lleguen a cinco me avisas y a la calle por faltón. Ok, pero no me sé muy bien los gestos, me dice con cierta tranquilidad. Tranqui, yo lo canto en alto.

Todo preparado. Los dos más altos de cada equipo dispuestos a saltar a por la pelota, que yo, con mi estado, tengo que lanzar al aire con cierta coordinación. Respiro hondo y al lío. Comienza el partido. Se mueven muy rápido y es difícil ver dónde está la pelota, pero aguanto. El sol ya ha salido y aunque hace bastante frío, yo comienzo a sudar cada vez más. Mi colega está bastante a gusto en la sillita apuntando lo que le voy cantando, me hace un gesto con la mano de “todo ok”. De momento bien. Primer cuarto superado. No hay mucha diferencia de marcador. Comienza el segundo más caliente y con más intensidad. Los gritos desde fuera de la cancha son cada vez más fuertes, aún no he percibido ningún insulto pero falta muy poquito para que se abra la veda. Empieza a haber bastantes faltas y yo no soy capaz de diferenciar quién las está haciendo, así que, empiezo a apuntar faltas a gente que no las ha hecho. Los jugadores empiezan a arremeter contra mí. Me pongo duro y cada vez que se me ponen chulos les saco una faltita. Arrancan los primeros insultos. El equipo visitante comienza a sacar ventaja en la puntuación. Tengo un par de líos con mi dislexia baloncestista y se arma un pequeño follón. Empiezo a pitar fuerte para mantener el orden: piiiiii, piiiiii, piiiii, calma, calma, caaaaaalma. Me mareo de soplar tan fuerte. Aguanto para no vomitar. Otra vez no Álvaro, otra vez no. Llegamos al descanso y mi colega y yo salimos rápido a la calle a respirar. Él se enciende un cigarrillo y me dice que está siendo la peor experiencia de su vida. Yo le animo diciendo que queda solo la mitad y que lo recordaremos siempre. Al poco rato, salen tres jugadores del equipo local y se empiezan a poner gallitos y amenazantes. Yo les digo que como alguno me toque no va a volver a jugar al baloncesto en su puta vida. Mi colega les echa humo en la cara. Hay tensión, pero no se atreven a ir a más. Nuestras pintas de barrio y nuestro estado les achanta. Se van. Le digo a mi colega que si queremos salir vivos de ese infierno lo mejor es pitar a favor de los locales. Ser un árbitro casero vaya. Comienza la segunda parte y empiezo a pitar a favor de los locales. Los visitantes comienzan a indignarse. Expulso a uno que me insulta a la cara. Se sienta en el banquillo. Yo le digo que no, que al vestuario o suspendo el partido. Se va. Los locales comienzan a ir por arriba en el marcador. Les pito algunas faltas para compensar y que no sea tan cantoso. El ruido es infernal. Me siento como Jack LaMotta en el ring de Toro Salvaje, lloviéndole puñetazos por todos los lados, los insultos de los padres a cámara lenta: cabroooooooon, desgraciaaaaaado, estaaaa boooorraaaaachoooo, sin vergüeeeeeeenza… Todo da vueltas, miradas asesinas, sutiles empujones con el hombro de los jugadores, flashazos de los periodistas y una voz en off diciendo que el partido está amañado. Zas, golpe de realidad y todo vuelve al ritmo normal, es decir, a toda velocidad. Los minutos finales se me hacen eternos. Esto es la relatividad amigo Einstein ¿no?

Mi colega lleva un lío con los papeles de cuidado. Acaba el partido. Ganan los locales. Nos despedimos de aquella manera y salimos echando ostias de allí. No recuerdo qué hicimos con las actas, si nos las olvidamos, si nos las llevamos. Qué importa, otro trabajo al que no pensaba volver. Nos fuimos a desayunar, pero lejos del colegio, para pasar el mal trago y de ahí a casita a dormir.

A la semana siguiente me llamaron para arbitrar otro partido. No me lo podía creer. ¿Nadie se había quejado? Les comenté que había sido un horror, que lo había hecho fatal y que no valía para esto. Me dijeron que era normal, que nadie nace sabiendo, que el segundo partido se daría mejor. Eso seguro, era difícil hacerlo peor. Yo me seguía negando. Había mucha intensidad. Si quieres te ponemos con los pequeños de cuatro y cinco años, ahí no hay ninguna dificultad, solo corren como locos, me intentaron convencer. Era tentador, pero me imaginaba a unos padres aún peores, ya que al ser los niños tan chiquitos, todavía había muchas esperanzas en que fueran estrellas. Les dije que no, que no iba a seguir, y se lamentaron, ya que había invertido un tiempo en hacer el curso y era un buen trabajo.

Y así acabó mi carrera como árbitro, otra profesión para la que no valía. Pero no pasaba nada, era muy joven y aún tenía muchos trabajos que probar, hasta encontrar el que se me diera bien y me gustara.

Acaba de comenzar mi periplo en el mundo laboral. Tenía fuerzas, ganas y los bolsillos vacíos, no tenía nada que perder, no tenía miedo, el mundo era para los valientes me decía, el cementerio está lleno de valientes, me replicaba. Y entre medias de uno y otro trabajo, me refugiaba en las clases y en la fabulosa videoteca de la Universidad, viendo dramas y comedias mucho mejores que las que me ocurrían en mi día a día.
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Todo mi respeto a los árbitros, para mi, uno de los trabajos más duros que hay, y no todo el mundo vale para ejercer como es debido.